V. Intemporal
Un nacimiento, un trauma, una herida, un dolor, un llanto, un miedo y sobre todas las cosas, una esperanza sin nombre; expuesta en el suspiro, en la herida, en el llanto, en la risa nerviosa y en toda la paz de quien en su rostro ve la nada con la fijación del maravillado.
Años más tarde del descubrimiento de la paternidad, tirado sobre el sofá, envuelto mi cuerpo en la cobija, en la soledad de una casa para nada grande, pensé en la serenidad después del trauma, pensé en el fugaz llanto anunciador de vida. Llevaba dos largos meses padeciendo de vértigo y náuseas, y también padecía los síntomas del aislamiento. Abdiqué a la oscuridad, a la distorsión del instante pasado. Miraba nuevamente las fotos del nacimiento de mis hijas. El ejercicio exorcizaba toda angustia, toda preocupación. La serenidad de mis hijas posadas en el torso de su madre me contagiaba el reposo. Mis hijas seguían siendo ese rigor de paz.
Antes de conocer los resultados de la biopsia, me sentía adoctrinado por el mismísimo Zenón de Citio mi carácter sereno no era vulnerado por el rigor de la fatalidad. Mi ansiedad era cambiar de posición en el sofá mientras veía el copo de nieve balancearse hasta posarse en el arce. Aun si en el cielo había rumor de tormenta, miraba esperanzado el resto de la tarde. Las tragedias me enseñaron a reforzar el carácter. En el sofá estaba a salvo, no era entonces mi humanidad una amenaza de las ideologías fascistas. No tenía una verdad que podría ser tildada de vil, ni el perfil para ser acusado entonces por el establecimiento corruptor. Sin ser el faro moral, me comportaba con rectitud y como en aquella época, a pesar de mi enfermedad, no me preocupaba pensar en la muerte, mis gestos eran una fuente sonrisa. El vértigo se convertía en la oportunidad de jugar con mis hijas a ser funámbulo en una cuerda invisible. Llevaba mi precario estado de salud tan bien, que mis hijas no se enteraban de la repentina debilidad de papá.
Me preparé, y fui a la cita con el especialista.
La tranquilidad era un copo de nieve que jugaba a no terminar de caer nunca mientras esperaba la hora de la cita médica en el parqueadero de la clínica. Distraído por esos pedacitos de cielo que juegan a detener el tiempo, interrumpí la lectura de Borges, “El Aleph” que se quedó para siempre en el asiento del pasajero.
El diagnóstico no fue entonces una pesadilla, tampoco fue un viaje impulsado por la Ayahuasca, era la realidad cruda y visceral que no deja conciliar el sueño. El médico nunca fue tan alto y robusto como lo fue desde que pronuncio la palabra metástasis. Me pregunté de vuelta a casa: ¿por qué la felicidad no se propaga silenciosa, y sí, el cáncer en sigilo?, anónimo hasta esa tarde. Autoricé la radioterapia. Salí de la clínica cabizbajo y si alzaba la cabeza era para perder mi mirada, como quien busca algo que desconoce, a lo lejos, tratando de ver la nada que de golpe se había agigantado. Tardé toda la tormenta para llegar a casa buscando una forma de anunciar el principio del fin, buscando en las palabras de consuelo del especialista, algo más que la amargura. Todas las frases eran extensas y vanas, la explicación finalizaba con la palabra muerte. Erré por las aceras cubiertas de la espesa nieve. No le di importancia a la adversidad del clima. Erré, Erré.
Oculté el desmoronamiento de mis cimientos. Hablé en una cafetería hasta por los poros: de la maldad de esos hombres que exponen su poder en calles ensangrentadas. Busqué refugio nuevamente en la tempestad y me vi desaparecer en ella hasta que la casa fue apareciendo cuando subía la rue Mountain. Su arquitectura victoriana jamás me había echo sentir parte de un viejo recuerdo. "Ahí viví mis mejores días" alcancé a murmurar.
Mi esposa No escuchó el auto parquearse, se sorprendió con mi llegada como si fuera entonces el fantasma que soy. Buscó el auto en el estacionamiento. Ya había preparado un sermón por mi irresponsabilidad de manejar con esta enfermedad encima. Cuando se enteró de que el auto aún estaba en el parqueadero de la clínica, como queriendo no intuir lo que intuía, me preguntó si nuevamente la batería del carro se había descargado. No pude mentirle como lo hubiera hecho si el olvido no me hubiera delatado; decirle que habían aplazado la cita. Lo había más que pensado. Quería ganar tiempo esperando una llamada anunciando el error en los resultados de la biopsia.
Quince años y dos hijas ya eran razones suficientes para leer entre líneas mis gestos. Ella estaba leyendo algo que buscaba confirmar de mi propia voz. Mi voz se había quedado quizá enterrada, camino a casa, en los veintitantos centímetros de nieve.
Las niñas soltaron mis piernas en el primer escalón. Subí ignorando el llamado insistente de mi esposa que quería descartar de su intuición, la enfermedad; vuelta ya una certitud. Subí queriendo buscar el consuelo que no encontraba en las frases del agigantado médico. Jamás supe qué misterio existía en la ducha caliente que calmaba mis ánimos. Cerré la puerta del baño con candado y en la radio sonaba el segundo movimiento de la sexta sinfonía en A menor de Mahler, ahí me encontró mi voz, llegó quebrantada y la regadera escondía los residuos de mi queja con sus ecos. Me aclaró las ideas el llanto que estaba pudriéndose en mi interior, Pensaba en ganar tiempo para anunciar los meses que se suponía me quedaban.
Después del desahogo, cuando me disponía a ausentarme en la novela “humillados y ofendidos” de Fiódor Dostoyevski aparecieron mis hijas para que sirviera de mediador ante el inocente conflicto de quién debía jugar con cuál muñeca, también apareció mi esposa buscando confirmar sus sospechas. Las abracé tan fuerte como pude y las besé. El tiempo era ahora un privilegio recién concebido. Cerré los ojos y dije deletreando para confundir a mis hijas: V-O-Y-A-M-O-R-I-R. Su mundo perfecto se desmoronaba. Ella bajó en una carrera las escaleras; mientras su alma, su esperanza, sus planes, su vida y su amor iban en caída libre.
El reloj desde entonces se precipitaba, como si mi muerte estuviera atrasada; yo quería de sus manecillas la parsimonia. Escribí una carta donde renunciaba a mi trabajo, fui renunciando poco a poco y obligado a la vida; consciente empecé a preparar ese viaje en solitario, los recuerdos como equipajes me ayudaron a escribir el decálogo de la felicidad, que esperaba, mis hijas pudieran leer en su décimo aniversario. Con esa esperanza iniciaba el adiós definitivo.
La salud y el amor lograron camuflarme en rutinas extranjeras, la enfermedad y el desamor inesperado fueron haciendo de mí, un extraño en mi propia casa, un emigrante sin categoría. Hora tras hora, día tras día, me iba muriendo; eso, era ya peor que la muerte misma. Haría parte de una diáspora en la inexistencia, y como lo supe desde que salí de la clínica, puse en marcha todo aquello que quería hacer mientras fuera posible: entregar todos los instantes de verdor que aparecieran en mi decaimiento a mis hijas y esposa, leer todos aquellos autores que siempre había querido leer y sobre todo escribir ciertas abstracciones de mis tragedias. Cuando mi cuerpo era la viva analogía del barco de Teseo la muerte me sorprendió, leía a Tolstoi, una madrugada de otoño a pocas horas de mi cuadragésimo segundo aniversario.
Una muerte sin trauma, sin herida, sin dolor, sin llanto, sin miedo, sin compañía, y no sé, si el rostro en ese momento reflejaba la paz de quién se pierde en la nada maravillado.
Consciente entonces de la eternidad de mi alma en pena, sentado en el profundo rincón al final del corredor que se abre paso desde el ropero, donde existe una mesa abarrotada de libros, que encuentro un espacio para las hojas infinitas, una pluma eterna y una tenue luz de vela inmarcesible; entonces escribo la historia que como un susurro le llega a un muchacho solitario que la transcribe en una soledad muy parecida a la de esta casa y a quien le deseo, que la vida le depare una suerte muy distinta a mía.
Diego Galeano
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