II. Reverberación


                 Ayer me despertó el silencio y el Ulises de James Joyce ya no estaba en la mesa de noche, ni la mesa de noche, ni la noche.  Y quise despertarme de nuevo.


           Adormecido en la incomprensión, en la casa vacía y sin reflejos; en la misma opacidad que viven las ratas, pensaba: ¡pronto demolerán la casa! Los libros serán un fino polvo en el aire y será esta casa un vacío dentro del vacío del universo que lleva el polvo de todos los libros de todas las casas demolidas.  Cuando supe de ese trágico fin por una voz vigorosa que interrumpía mi sueño, empecé a apropiarme del hedor y del espeso aire todas las noches, antes de irme a la cama, para no despertar nunca más. Y no como hace un instante. Sobresaltado y con el desasosiego que el silencio engrosa, me dediqué a mirar por entre los periódicos que cubren los cristales de las ventanas, la claridad de luna detrás de las nubes iluminadas por la luz de la luna. 
      En la habitación y desde su oscuridad que no la altera la modesta claridad de afuera, recordé que una madrugada como esta, caminé a la colina que se ve desde mi cama, la colina más alta del pueblo; y desde ahí miraba a lo lejos, aquello que no sabía que buscaba. _¡alucino!_ dije entonces; pero contrario al único sueño lapidario que me acosa al trazarlo al despertar, aquel fulgor de divinidad me sonreía, y yo le abrace mientras duró el esplendor. Me regocijé mirando a las niñas jugar y a mi esposa tocar el violonchelo, a través de las blancas y transparentes cortinas, viajaba hasta la colina el preludio en E-menor de Frédéric Chopin. Desperté bajo el arce que me cobijaba del abrasante sol. Con gotas de sudor me bañaba el alto día. Fui infeliz en ese despertar, desde entonces mil veces más infeliz. Pasaría el resto de todas las tardes cavilando en lo acontecido; y ni bruja, ni pitonisa, ni demonio, tenían mínima idea de lo significativo de lo ahí sucedido.  Aquello era la única luz en todas mis tinieblas. Volví maldiciendo y cabizbajo a la pestilente casa. Tratando de acabar con mi vida, miraba la colina mientras fallaban los intentos. 



           No volví a ver el Alba, hasta ese despertar. Me desadormezco siempre con mis carnes en ruinas y con mis ánimos decaídos pasado el medio día. La casa fue decayendo mientras trataba en vano de volver a aquella aparición. Mientras ideaba artilugios para morir al despertar, en los sueños siempre se me iba la vida sin querer que se fuera; esa pesadilla maldita, la casa sola, los recuerdos vagos, el resplandor del olvido, el delirio, el polvo, el vacío... Todas las cosas un espejo me parecía. Desee después de quince primaveras infecundas, poder vivir siempre en los sueños y ser feliz en ellos, y que la realidad me refleje esa muerte tan esperada; pero la infelicidad es un alma sin reflejo. Mi conciencia una reverberación que me da la impresión que he muerto. 

Diego Galeano

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