III. Espejismo


        Soy la imagen no consolidada en el colectivo de las memorias. ¡Ya hago parte del olvido! Tengo conciencia de haber vivido y haber dejado atrás algo sepultado por la carga del tiempo. He resistido, como la hoja seca que aún está sujetada a la rama del arce después de conocer los vientos y a las lluvias del otoño. _¿Y ahora?_ me pregunto, mirando cómo pesados copos de nieves se avecinan.

         Entendí mientras terminaba Guerra y Paz de Tolstói que la casa reflejaba exactamente la postración en la que me encontraba. Fue en la mañana en que todo empezó a ser confuso; mientras el aire espeso circulaba dentro de un espejismo, escuché el gimoteo de una voz familiar, una frase mustia y entrecortada; “Leía La muerte de Ivan Ilich”, como si hubiera respondido a la pregunta de alguien de voz tímida; luego un lamento reprimido desterró de la garganta un grito continuo que se fue empobreciendo sobre un hombro, o una almohada, o una mano, y no se pudo apaciguar que con la falta del aliento. Me recorrió la muerte y el vértigo de la tragedia, ese frío de todos los inviernos. Consiente de mi enfermedad, me pareció inútil interrogar mi curiosidad desbordada por aquel llanto.  Me pareció inútil, demostrar consuelo a esa pobre alma atormentada que era la imagen de quien fuera mi esposa apareciendo en el marco de la puerta, mirándome fijamente; como si le faltara a ella el alma; como si fuera yo, una figura imprecisa. _Qué se va a llevar de la casa ahora?_ pensé. Trate de no verla, y fallé el cometido. No aparecía el anillo de diamantes en su dedo, su mano posada en su rostro no pudo tapar sus ojos afligidos. Arregló el vestido rojo, opacado por la luz del sol que las cortinas filtraba, parecía un vestido confeccionado para seducir a alguien. Mis ojos seguían sus gestos. No quería pronunciar nada y  no dije nada; deseaba que leyera en mis ojos, fijos como sí mirara a través de las cosas, que se fuera. Me dio la espalda y la escuché bajar la escalera. La casa crujía con sus violentos pasos que no podían llevarla a otro escenario donde pudiera odiarme con amor. 
      En el espejismo que me envolvía, el sonido se distorsionaba y se alejaba hasta que todo fue brumas y ráfagas de oscuridad.  El delirio de la casa me hizo abrir los ojos, desperté no sé de qué sueño, no sé cuánto tiempo más tarde. La casa la sacudió una brisa capaz de doblegar la rigidez del arce, antes colorido, y que vuelto una silueta se deslizaban sus ramas por la ventana del balcón, rodeaba la puerta y aparecían echas unas garras  queriendo violentar el muro de mi habitación. 

Dentro la casa aparecía una ventisca altanera que arrebató del cristal un pedazo de periódico, súbitamente la casa se sumió al sueño sereno y profundo, tanto que mis pasos meditados, al levantarme de la cama, no querían interrumpir. Me pregunté si el camino mudo estaría aún ahí, y si podría reconocerlo con la claridad de la noche que se filtraba dentro de la habitación, más oscura que la misma noche, por ese boquete creado en la ventisca. Pensé: _¿A dónde fue esa voz recriminadora que le decía a una persona anónima, la facilidad con que me había derrotado la enfermedad?_ Y caminé por el camino mudo, lo seguía por la orilla de los muros, bajé por las escaleras ruidosas y a cada paso, mi cuerpo se impregnaba de la vigorosidad que me identificaba antes de la enfermedad.  Descubría en el salón una otra vida nebulosa e iluminada con mis fuerzas renovadas. Reconocí el vacío y los libros regados en el sofá; un dibujo polvoriento de mi hija mayor  y en él, una frase diciendo: papá está en el cielo. 


Después de la muerte también existe un llanto. La muerte de Ivan Ilich aparecía en mi mano y en el aire denso se empezó a escuchar el “concierto para piano número 2 de Shostakóvich” ese andante, el dibujo, Tolstói, el llanto, la soledad, el olvido y esta figura imprecisa que soy, me resignaron a la muerte. Ya no veo la sombra de mi cuerpo extenderse por la cocina mientras los faros de los autos barren el salón.

De nuevo en la oscuridad, ya no extrañaba a quien antes de mi enfermedad, me confiaba su amor; no recriminaba el abandono de la casa, ni el hedor del encierro y menos en llamar pocilga la habitación. me resignaba difícilmente hecho un llanto, a no escuchar las risas de mis hijas. Me acostumbré a escuchar la casa dilatarse, a presentir el piano de Shostakóvich, a escuchar y sentir al viento filtrarse por los marcos podridos de la casa. Soy testigo que el tiempo desgarra  todas las cosas menos la impresión de vida que llevo.



Diego Galeano 

Commentaires

  1. Impactante la descripción del desgarro interior que produce la certeza de lo inevitable y la falta de ilusion.

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