IV. Agonía
Debo admitir que esta tarde se vería mejor en otros tonos. Sería mejor ver el árbol mecerse con la misma parsimonia del aliento en reposo de mi resignada agonía y no impetuoso. Sería mejor si el sol durara un poco más en el horizonte, sería gentil de su parte, y sus rizos adornarán la forma que toman las nubes cándidas; que el fondo del cielo fuera más anaranjado, no tan fuerte el azul del mísero cielo, que se presenta posado como nubes irascibles.
La tarde haría apología al amor si la pareja que se besa en el parque cada martes llegada la noche, estuviesen al final del terreno de la casa: abrazados, recostados al cerezo florecido y este les hiciera reverencia, mas no a la soledad que le arrebata las flores.
El ocaso se vería mejor si el viento le llevara una compañía al cisne que vi perdido en medio del lago, la última vez que pude caminar; y que un arco iris le arrebatara a la colina de apenas verdes, las brumas que la cortan en dos. Ver aparecer las dos ardillas territoriales amistarse con el cardinal, y jugar al lado del gato que espera paciente a la liebre, y verlos intentando defender y atrapar sus sueños en el herbazal, aún quemado por las bajas temperaturas nocturnas.
Daría lo que fuera para que esta tarde de amago lluvioso no rumorara tanta violencia. Acompañaría entonces a la anciana a leer el siempre libro de Mary Higgins Clark, en la banca del puente de la rue Mountain. Y daría lo que fuera para que la gotera apareciera encima del acuario sin peces y no debajo de él.
Sería mejor si el marco de la ventana tan viejo como lo es la casa, me dejara escuchar al día nacer y no el espantoso y ronco tráfico de la rue Mountain. Este minuto debería ser tranquilo y no angustioso. Existe voluntad, no la fuerza de hacer sonar en el tocadiscos el adagio de Chopin y que sus notas invadan la casa y llenen los rincones de cierta sublime melancolía antes de que escapen por el balcón, mientras admiro la belleza de una tarde convaleciente y así sacar de mi alma la maldita sombra que baila la danza macabra y celebra al ritmo de Camille Saint-Saëns. Invitaría a la guacamaya del pasado, venir al lado de mi cama y dejarme ver en sus plumas los colores que no tiene este crepúsculo. Aparecen las golondrinas de mi infancia dibujando arcos en el cielo, pero ellas no representan ya la esperanza, ni representan un caribeño verano, es solo un artilugio de la memoria que hace llevar mejor la agonía.
Sería la tarde ideal si el trastorno de pánico no hubiera aparecido ensombreciendo estas ganas de vivir, entre tanto, las cobijas frías me envuelve, son el punto ciego de la vida, y ciertas lágrimas tratan de embellecer mi padecimiento, a veces tan irreal. Pienso en el orden de la pirámide de libros sobre el escritorio que no he vuelto a ver desde esta desmejora.
No estaría angustiado si este ocaso pudiera bajar el telón justo después que pudiera levantarme y correr a desearle prosperidad al amor de la pareja que espera la noche, tomar la obra completa de Tolstoi y sugerirle días de lecturas a la anciana del puente, recoger nueces para las ardillas, la liebre amistarla con el gato, y correr hasta tener la fuerzas para saltar y trepar al tejado y desde ahí ver a la ciudad iluminarse. Caminar en el campo de golf en busca de tulipanes. Instalaría el arco iris de puente para que me visiten en las nubes y no lo hagan en esta casa en ruinas, que decae igual que mi aliento. Esta tarde no cabe en las fantasías que se han inventado, esta tarde fría se desploma sobre mí y me muestra categóricamente el triunfo de la muerte.
No hay nadie cerca de mi cuerpo: solo, muy solo en el cuadro de Jérôme Bosch.
Víspera amarga, fría, descolorida, silenciosa, tirana. Y todas mis fuerzas exiladas. No veo luz divina, no veo túneles, mucho menos arpas que reciban melódicamente almas, ni calores infernales, tampoco ángeles guiando el paseo definitivo. Dejaré de ser con el punto final, me transformaré en espacio vacío después del punto que clausura todo. La humedad de esta casa se confundirá con mi último suspiro y mis ojos se secarán clavados en el tejado mirando un rayito de noche que se mezcla con el halo de una vela que parece eterna.
Diego Galeano
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