VII. Después de la culpa
Al final del pasillo que conduce a las habitaciones, una hoja de papel permanecía prisionera entre las ranuras del piso de madera, sobresalía una mancha donde antes hubo letras. No teniendo más nada que hacer de la pobre mañana, perseveré para tener el papel en mis manos con un sentimiento de torpeza y de mala fortuna; ya rasgado el papel decidí admirar la caligrafía, de un tacto solemne y de estética obsesiva que me trajo la imagen de mi madre escribiendo a la luz de una lámpara de gas, la carta mensual que hasta el mes de su muerte siempre escribió. Iban dirigidas a mi padre, quien nunca las leería.
Donde la tinta no se había corrido decía:
Martin, te escribo con un síntoma de desagradecimiento. Me siento indispuesto para ayudarte con el notario. Necesito ahora y más que nunca de un espacio dentro de la soledad que me conoces, para sepultar algo de mí mismo que me acosa, sacarlo de mi alma y enterrar ese sentir abstracto asociado a mis tragedias, a la tristeza. Ha de ser la soledad para mí tan necesaria en estos momentos, para la catarsis existencial; así como el violoncelo, Ya sabes... Donde Denisse se ausenta. Por eso la comprendo cuando nadie la comprende.
Otro día seguimos hablando de tu parcela estéril y polvorienta.
Con la certeza que sabrás entender.
El piso en ese rincón hacía creer una superficie hueca bajo las tablas en comparación al resto del corredor: de cierta solidez. Me indagué para buscar las razones del porqué, sabiendo que desde algún tiempo me parecía extraño el sonido de todas las pisadas en ese rincón del pasillo. De manera repentina me vi buscando herramientas y con un cincel separé varias tablas buscando más de aquella caligrafía. Encontré una bolsa plástica que contenía en su interior tres diarios. Dos cuadernos de tapa dura cubiertos en cuero envejecido, amarrado con una tira del mismo cuero que contenía páginas sueltas y sobres de cartas sin abrir y un tercer cuadernillo repleto de dibujos y recortes de periódicos. La primera página del cuaderno tamaño oficio decía:
Del 20 de abril de 1982
Nunca hemos conversado Denisse, de mi melancolía; ni te has de haber enterado de esos llantos que son mi renuncia definitiva a mi máscara sátira. Y tú seguramente, aún creerás que nunca suelo llorar, sin embargo lloro cuando duermes, cuando no estas en casa, cuando estoy en la orilla del río Yamaska; lloro cuando estoy en el ático de la casa y escuchas filtrarse por los umbrales de todas las puertas y ventanas, la novena sinfonía de Mahler. Agradezco muchísimo que me dejes aislarme, tu misteriosa empatía reconoce que todas las cosas de repente se vuelven para mí, violentas; incluso, tu mirada desprovista de emoción es una de esas estridencias.
Denisse, antes de escribir estas palabras, he recorrido el camino que me lleva a la colina, ese rincón del pueblo donde es más oscura la noche. Cuando te escuchaba interpretar "Canción triste de Shostakóvich" me alejé. Reviví mi crimen. Es en medio de nuestras soledades que el galimatías aparece tal acto acusatorio y mis palabras aparecieron justificándose ante todo aquello que no habla, le expresé al joven arce: hice lo correcto. El siguiente disparo tenía destinado mi cuerpo. No tuve las agallas para asesinar al asesino que me había vuelto.
Ya han pasado 25 años Denisse, 25 años exactos y aún escucho el perdón que no quise dar, sigo mirando aquellos ojos de desespero qué no quería mirar; y me veo, desde este ático, por un corto instante, poseído de una inexpugnable frialdad, me veo destrozado frente a los hombres que abrieron el cuello de mi padre. Hace 25 años exactos estaban ellos dos del lado amenazante del revolver.
Pero pasa que veo desde este atribulado espacio, yaciendo bajo el polvo, la frialdad horrorizarme. Veo a alguien capaz de helarme la sangre; me veo a mi mismo siendo otro, cómo cuando me miro siendo el padre de mis hijas y a veces me siento ajeno a toda paternidad, cómo cuando suelo decir te amo, a quien creo que no ama realmente este trágico velo que me esconde, si no a ese qué adopta un enjuto gusto por el sentimentalismo. Me veo como el otro que también soy.
Verme en la envoltura de lo insensible, en la zahúrda de la enfermedad, me causa más miedo que culpa.
Cuando me diagnosticaron este cáncer, lo adopté como la condena de ese acto que me cuesta mucho trabajo aceptar, porque después de asesinarlos, la vida me enseño mucho de sensibilidad. Y ahora sé que te vas, te vas con las niñas, porque tú no tienes condenas que pagar y porque el amor que por mí sentías, tuvo la fortuna de morir y no ir muriendo como me está pasando a mí, con esta enfermedad.
A veces creo que todo sabes de mí, que cuando me miras te enteras de lo que yo aún no me entero y en tu violoncelo, como si fuera adrede, te sientas a agudizar mi tristeza. Me recorre el vértigo imaginar que puedas llegar a contagiarte de mi desasosiego; pero surgen de lo etéreo, tus expresiones corporales que desdibujan todo imaginario, entonces te vuelves mi enigma predilecto.
Estando en la colina pensé en llegar a esta vieja silla y a esta mesa de velas derretidas y leer muchísimo para no justificar el costo de mi venganza, sin embargo mi conciencia insiste en señalar el meandro de mis obsesiones y llego escuchar su voz perversa e incitadora, y logra ella que vea una cuerda imaginaria colgada, persiguiéndome por toda la casa.
Para acallar esas voces decidí escribir todo lo que por amor, mi alma en tu presencia calla desde que decidiste irte.
Sigo viviendo el mismo vértigo que sufrí aquella noche al detonar el revolver y me veo ahora, después de la culpa, en la miseria de tanto vivir pagando la deuda.
Hasta ese punto final, no me había dado de cuenta que mi espalda, mientras leía, resbalaba por el muro. Entonces fui consciente de mi posición desganada en el rincón del pasillo. Había reconocido la voz de mi fantasma: ese que aparece como una sombra en las escaleras, ese que violenta mis sueños nocturnos y persuade mi inconsciencia de forma oculta y misteriosa, a escribir su historia.
Diego Galeano
muchas bendiciones , me encanta cada letra de tus escritos , espero seguir leyendo mucho mas.
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