La casa sola.

Fue la enfermedad que me encerró en la casa, y en las pausas del decaimiento  con el pasar de dilatadas semanas fui descubriendo lo grande que era. El jazz cómplice de Keith Jarrett y de Bill Evans hacía parte del día a día antes que apareciera la enfermedad, después fue un silencio agrio, como si hubiese ocurrido un apagón. Los muros empezaron a palidecer y luego a desvanecerse; y los libros, con sus matices, empezaron a acumularse en el piso polvoriento, en el sofá desgastado, en la mesa de noche, sobre el ajedrez de mi pasatiempo y hasta en el tiempo mismo. Y ahí siguen, igual de sigilosos, llenando el espacio que antes era habitado por la familia que soñaba vivir siempre en verano, aunque eso conllevara a largos viajes a través del mundo. Nunca sucedió.  Una separación rauda después del diagnóstico de la enfermedad terminal, produjo la ruptura en todas las cosas. Las niñas se fueron cuando entre risas amaban decir papá y el "Llano en llamas" de Juan Rulfo lo volví a vivir. Me instalé en la biblioteca a humanizar la soledad, en el frío y oscuro sótano me sentía a gusto.       

       Otra noche mientras me emborrachaba noté que en la arrugada cama aparecía una frase desvestida; desnuda me sedujo: "Hace rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez".  Cinco horas más tarde al terminar de leer a Onetti, para mi mala fortuna, seguía existiendo el divorcio, el desprecio, el adiós.  Y dormí por muchos días como quien muere sin haber muerto. El libro y todo el esfuerzo y el talento de un escritor quedó apresado entre el larguero y el colchón. 

Un día cualquiera al levantarme, pisé sobre "El túnel" y adormitado me fue difícil esquivar a "por quién doblan las campanas". Trastabillaba en la casa con las historias que nunca fueron mías, pero que ocupaban toda mi atención, ocupaban el lugar de los juguetes, el lugar de las manos que ya no acarician. Me di cuenta entonces que los libros nunca me llenaron el corazón, tanto como una palabra infantil pudo hacerlo diciéndome papá. 

Fue la enfermedad que ya no me dejaba andar en la casa, y si bajaba me volvía una silueta indefinida, una sombra dentro de muchas otras sombras. Nadie me miraba salir ni entrar de la casa; si alguien tocaba a la puerta, se cansaba de hacerlo y luego se iba. Los vecinos decían a todo quién se acercaba a la puerta, que la casa estaba sola.  Y a mí no me importaba que estuviera sola.

        El trayecto al levantarme era penoso: me dolía el cuerpo, las articulaciones se fueron secando; y con el paso lento, quitaba con la punta de mis pies ensayos y poemas; y si bajaba a preparar un caldo me daba cuenta de que en lugar de papas había unas páginas color sepia "Los viajes de Marco Polo" y a mis tripas le causó dolor. Comí páginas enteras. Subí y dormí no sé por cuánto tiempo. De repente esta mañana veo la casa pudriéndose: la madera húmeda y reventada saliéndose de los muros enmohecidos, veo la casa sin puertas, las escaleras sin pasamanos. 

     Mis niñas nunca más volvieron, ellas dicen que la casa esta sola, que papá murió en su encierro hace seis meses; se lo escuché a un vecino. Mi incredulidad existe solo para calmar el dolor que me causa lo que dicen de la realidad, y para ayudarme aún más a soportar esas palabras, vuelvo al cuarto aguantando las ganas de llorar y tomo a Dostoyevski para llorar por otras cosas. y ahí entonces trato de olvidar mi enfermedad, el castigo de la soledad, la creencia de vivir y trato sobre todo de ignorar la muerte.  
               
Diego Galeano


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